Cuando se es niño tienes un sentido diferente del calor, lo hace sí, pero a tí no te impide hacer nada de nada, ni mucho menos jugar en el exterior. Hacía en Los Pinos algunos grados menos que en Villarrasa pero la verdad es que importaba poco.
Llenos de trastos hasta arriba, nos subíamos en el Mini y recorríamos la carretera de la sierra hasta llegar a Valverde y de allí a Los Pinos. Por el camino, había una parada habitual en el mismo kilómetro, en la misma curva, aquella en que yo decía: “Papá para, que estoy mareada”. Todos tomaban un poco el aire y listo.
Por fin, pasado Valverde y tomando un camino de tierra, llegábamos a nuestro destino deseado, bajábamos los trastos y para nosotros llegaba el momento de disfrutar.
Además de la libertad de la que disponíamos teníamos también la posibilidad de bañarnos de vez en cuando en la alberca que ponía a nuestra disposición un primo de nuestro padre en su carpintería en Valverde.
Era aquella una alberca como todas las albercas que incluía un agua no muy clara, con verdín en el fondo que hacía que tuvieses de vez en cuando un resbalón inoportuno y con algún que otro acompañante no invitado (dígase culebrilla de agua) pero que incluía un montón de diversión hasta que nos sacaban con los dedos arrugados de ella.
E incluso entre las cosas traídas en el Mini estaban flotadores y un par de gafas de buceo y de aletas (negras y azules) para nadar y bucear en las “profundidades” de la alberca.
Si ahora tuviese que bañarme en aquella agua creo que no lo haría ni loca.
Recuerdos, recuerdos, recuerdos, eso es lo que me queda de tí.
Un beso Jon.
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