Para la exposición en Valverde, además de la tarjeta, Jon escribió este texto sobre Los Pinos y las historias que nuestro padre nos contaba a ambos.
Cuando mi abuelo Pepe levanta Villa Rocío estaba construyendo sin saberlo los pilares de mi futura felicidad. La casa, situada en Los Pinos, sencilla como el madroño que la guardaba, rezumaba paz y en ella se criaron libres sus seis hijos bajo la mirada atenta de Andrea Pérez Huerta, mi bisabuela, aquella misma a la que se le estalló el corazón tras el esfuerzo de recoger naranjas.
Tenía aquel lugar el encanto propio de las cosas que surgen del amor y en donde el vasto mundo aún siendo desconocido se nos antojaba bueno. Sobre sus paredes encaladas tiraba yo mis dardos certeros y en las camas de latón y hierro que albergaba, navegué, guiado por los libros de Salgari, las noches impregnadas de eucaliptos. ¿Cuántos cubos habré subido desde el pozo que estaba a sus pies? ¿Cuánta encina habrá calentado mi niñez? Leña que traída de la sierra no tan lejana musicaba las tardes al crujir de las llamas.
En Los Pinos el tiempo se arrinconaba y se dormía despacio al ronear de los segundos arrancados al reloj. Allí, dos niños ajenos al dolor descubrieron la importancia de la vida a la luz de una vela.
Mi padre, Juan Manuel Castizo Romero, hijo de María Romero, aprendió allí mismo a ser padre aconsejado por el aromo de la puerta y un coro vegetal que jamás dejaría de acompañarle, le mantuvo atento al lenguaje de la naturaleza. Él nos enseñó el valor real de las cosas y a sentir el dolor ajeno antes que el propio. Él crea junto a mamá un mundo repletito de trenes de latas con sus ruedecillas de fanta Mirinda y cuajado de amaneceres con manteca y tostá. Él siempre sostuvo siempre lo que yo habría de aprender más tarde, que la felicidad a cachitos viene enganchada a las pequeñas cosas, a un chapotear tembloroso y temprano en la alberca de mi tío-abuelo Diego Romero, agua que curaba el cuerpo con su verdín verde muy verde, a unos buñuelos de la tía Felisa Mantero en los cuartos que bastaban para resplandecer el alma. Aún hoy es fácil imaginar en uno de aquellos cuartos, exactamente el del mirador, al hijo del marqués aquejado de raquitismo asomado al sol que le daba vida.
En aquellos inviernos cuando las horas tardías te empujaban al país de los sueños, en duermevela, escuché de boca de mi padre la vida y andanzas de otras personas, algunas vivas, otras no tanto. Surgió poderoso ante mis ojos un personaje, el Tío Pedro, el del huerto, fue uno de Los últimos de Filipinas, que sin saber bien si quedo último en una carrera de coches o qué, se me antojaba importante aunque se dedicara a las verduras al final de sus muchos días.
Mi padre, como buen Romero, acostumbra a mantener la memoria fresca y suelta la lengua. Así podréis imaginar que conozca yo del Tito, aquel heladero con su piara de niños pidiéndoles escurrajillas cuando transitaba la calle Camacho cargado de su baulito frío o que me doliera la sacrificada muerte de la tía Dolores que un parto generoso se la llevó el de arriba supongo que a cantar. Hablando de cantar, ¿no os parece que resuena el tren del Buitrón tronando canciones de mineros? ¿Lo habrá oído Juan Lorca? ¿Y si Juan cansado de los cortes sólo escucha su música interna? ¿Tocaría ese tren fantasma el corazón de Sordilla la lechera y Patrocinio? A lo mejor sus vacas esperaron más que humanas que las recogieran en El Cuervo con destino a pastos mejores aunque lo dudo.
Tenía aquel lugar el encanto propio de las cosas que surgen del amor y en donde el vasto mundo aún siendo desconocido se nos antojaba bueno. Sobre sus paredes encaladas tiraba yo mis dardos certeros y en las camas de latón y hierro que albergaba, navegué, guiado por los libros de Salgari, las noches impregnadas de eucaliptos. ¿Cuántos cubos habré subido desde el pozo que estaba a sus pies? ¿Cuánta encina habrá calentado mi niñez? Leña que traída de la sierra no tan lejana musicaba las tardes al crujir de las llamas.
En Los Pinos el tiempo se arrinconaba y se dormía despacio al ronear de los segundos arrancados al reloj. Allí, dos niños ajenos al dolor descubrieron la importancia de la vida a la luz de una vela.
Mi padre, Juan Manuel Castizo Romero, hijo de María Romero, aprendió allí mismo a ser padre aconsejado por el aromo de la puerta y un coro vegetal que jamás dejaría de acompañarle, le mantuvo atento al lenguaje de la naturaleza. Él nos enseñó el valor real de las cosas y a sentir el dolor ajeno antes que el propio. Él crea junto a mamá un mundo repletito de trenes de latas con sus ruedecillas de fanta Mirinda y cuajado de amaneceres con manteca y tostá. Él siempre sostuvo siempre lo que yo habría de aprender más tarde, que la felicidad a cachitos viene enganchada a las pequeñas cosas, a un chapotear tembloroso y temprano en la alberca de mi tío-abuelo Diego Romero, agua que curaba el cuerpo con su verdín verde muy verde, a unos buñuelos de la tía Felisa Mantero en los cuartos que bastaban para resplandecer el alma. Aún hoy es fácil imaginar en uno de aquellos cuartos, exactamente el del mirador, al hijo del marqués aquejado de raquitismo asomado al sol que le daba vida.
En aquellos inviernos cuando las horas tardías te empujaban al país de los sueños, en duermevela, escuché de boca de mi padre la vida y andanzas de otras personas, algunas vivas, otras no tanto. Surgió poderoso ante mis ojos un personaje, el Tío Pedro, el del huerto, fue uno de Los últimos de Filipinas, que sin saber bien si quedo último en una carrera de coches o qué, se me antojaba importante aunque se dedicara a las verduras al final de sus muchos días.
Mi padre, como buen Romero, acostumbra a mantener la memoria fresca y suelta la lengua. Así podréis imaginar que conozca yo del Tito, aquel heladero con su piara de niños pidiéndoles escurrajillas cuando transitaba la calle Camacho cargado de su baulito frío o que me doliera la sacrificada muerte de la tía Dolores que un parto generoso se la llevó el de arriba supongo que a cantar. Hablando de cantar, ¿no os parece que resuena el tren del Buitrón tronando canciones de mineros? ¿Lo habrá oído Juan Lorca? ¿Y si Juan cansado de los cortes sólo escucha su música interna? ¿Tocaría ese tren fantasma el corazón de Sordilla la lechera y Patrocinio? A lo mejor sus vacas esperaron más que humanas que las recogieran en El Cuervo con destino a pastos mejores aunque lo dudo.
Podría llevarme meses relataros la grandeza de algo tan simple como aquel paraíso en miniatura. Yo supongo que los Calero y los Polanco tendrán sus recuerdos habitados por los mismos olores y sabores que yo y que, incluso Luis Palomar, cuya infancia desconozco, tuvo su alberca, su Belén nevado de harina y su día de Corpus estrenando ropa. Lo que sé seguro es que jamás he sido tan feliz como en aquellos años y que si un amor herido enterró su carne más querida en la tumba de la inglesa, quién soy yo para discutir dónde empieza el cielo...
© Jon Castizo Ciluaga
P.D. Nosotros, en Los Pinos, con nuestra madre y los ahora compadres de nuestros padres, Pepi y José María.
¡ Que belleza, qué riqueza de sentimientos cálidos, familiares, me gusta como pinta escribiendo este ser que se me descubre a raudables en este hermoso escrito.No conocía esta faceta de Jon, personalmente lamento que haya tenido que irse para tener la ocasión de compartir cosas como esta.................
ResponderEliminarGracias, Un beso. Rosario
Rosario.